Es imposible explicar por qué empezar una singladura con un film que tiene escasos cinco años y hoy está ya semiolvidado. Que no pertenece ni a los clásicos ni a la acuciante y a veces no poco incordiante actualidad. Es imposible explicarlo si no es por la voluntad de al menos una vez al mes escribir desde fuera. Son ya quince años comentando entre amigos por internet todo el cine del mundo y de la historia desde una cierta perspectiva, afrancesada, americanizante, formalista, puramente visual, con un latir cinematográfico propio, desligado de todas las artes y a la vez dependiente de ellas. Al menos una vez al mes quizás se trataría de mirar y de afrontar un film al que uno habitualmente no se enfrenta. Y no para auparlo o maltratarlo, sino para darle la perspectiva que se merece o que necesita. Sería muy audaz pretender que ustedes vayan a aprender realmente algo de mí, pero todavía considero posible que yo aprenda algo de las películas intentando escribir sobre ellas.
Jane Campion es una directora que alcanza suprema popularidad al ganar la Palma de Oro de Cannes de 1993 por «El piano» ex aequo con la película de Chen Kaige «Adiós a mi concubina». Louis Malle era el presidente del jurado y Claudia Cardinale, Abbas Kiarostami o el extraordinario director de fotografía (habitual de Rivette) William Lubtchansky eran algunos de sus miembros. La edición se situó entre las Palmas para «Las mejores intenciones» y «Pulp fiction», dos películas que marcarían mi juvenil devenir cinéfilo en los 90.
Hoy en día Jane Campion está prácticamente olvidada o desplazada en los favores críticos y resulta muy fácil disparar con bala contra «El piano», porque resulta fácil hacerlo contra todas aquellas películas que han gozado de un (siempre desmedido) éxito coyuntural, además cuya banda sonora es un megahit de ventas, o si no que se lo pregunten a Amélie.
Por entonces, cuando todo el cine no estaba a un clic, enorme suerte de nuestros días, y todavía se tenían 16-17 años y en provincias, ver en pantalla grande un melodrama de la solemnidad de «El piano», cuando las pantallas eran de verdad grandes y no estaban troceadas en complejos de nueve salas, era una especie de lujo visual iniciático, como lo era ver películas como «Regreso a Howards End» de James Ivory, por mucho que luego el clásico del cine fuera «Lo que queda del día».
Más tarde uno aprende un montón de lugares comunes que a veces significan algo y a veces no como «cine academicista», «frío», «de época», «esteticista» y la trascendencia de la experiencia se minusvalora trágicamente. Aún, cuando los cines de la gran ciudad no estaban en mis manos, fui a ver por esa gratitud que me suele unir a las buenas experiencias, «Holy smoke», pero ya no fue lo mismo y acabé perdiendo todo interés por el cine pasado o futuro que hiciese Jane Campion.
Rescatada ahora por mí arbitrariamente y sin venir a cuento, «Bright star» fue seleccionada por el Festival de Cannes del año 2009, quizás simplemente el festival también quería rememorar sus propios recuerdos, más hechos siempre a base de celebridad que de verdadera creación y ruptura cinematográfica.
«Bright star» narra en tono pausado pero sin pausa, los amores del poeta John Keats (Ben Wishaw) con Fanny Brawne (Abbie Cornish). Amores trágicos y maltratados por las posibilidades económicas tan precarias del poeta, tanto como su salud, torturada por la tuberculosis. Y lo hace con todo lo que se podía esperar de eso que llaman el cine caligráfico, pero enfoquémoslo con otra luz.
«Bright star» no posee el pálpito de una cineasta, pero sí la emoción de una profesionalidad y una competencia llevadas por un buen gusto y un sentido estético que no llegan a agotar. La afortunadísima elección de la más que estupenda Abbie Cornish transforma en el epicentro de la película una serie de planos de Fanny en la ventana bañada por una luz blanca del paisaje inglés, planos con puertas abiertas y momentos excelentes como Fanny tumbada en la cama con el viento meciendo la cortina de su habitación. Abbie Cornish proporciona un rostro de una carnalidad y de una contención narrativa de un alto magnetismo, y en el contexto de la fotografía puramente pictórica de Greig Fraser, conduce la película con una convicción de acero.
«Bright star» no cuenta nada que no te pudiese contar un artículo de periódico dominical sobre Keats, el retrato de su pasión bigger than life tiene un alcance limitado, pero no sólo no aburre (usando un guión esquemático de la propia directora), resulta grata por su propia entrega a las reglas de la película de época british, regalando un festín de todo en lo que se supone que este cine es imbatible.
No en vano todos los vestidos de Fanny son de una delicadeza y de una sencillez admirables. El cine puede ser caligráfico, pero no todos caligrafían con el mismo mimo y la misma dulzura. En sus propios presupuestos «Bright star» es un trabajo atinado y agradable como pocos.