El 28 de Junio de 1919, en el inmortal Salón de los Espejos del Palacio de Versalles y tras seis meses de conversaciones después del armisticio, se firmaba el llamado Tratado de Versalles que ponía fin a la 1° Guerra Mundial. Lo que no sabían los firmantes, especialmente las potencias vencedoras Francia, Reino Unido y Estados Unidos, que lo que realmente se estaba avanzando era el principio de otra guerra, aún mucho más bárbara y cruel, que habría de sucederse 20 años más tarde.
Los correctivos impuestos a Alemania por su derrota en la guerra del 14 representaron una pesada e insoportable losa para su economía. Además de tener que hacer concesiones territoriales Alemania fue condenada a pagar extraordinarias sanciones que repercutirían de manera muy sensible en el pueblo alemán. Por ello, cuando en 1921 se fijó definitivamente la indemnización que Alemania debía sufragar por los daños causados en la guerra, un fuerte sentimiento nacionalista fue apoderándose de la población al sentirse severamente perjudicada por los vencedores y dudosamente representada por su clase política.
Las posteriores consecuencias de la Gran Depresión de 1929 vinieron a ahondar aún más la situación económica de Alemania y de forma directa acabó propiciando la exacerbación del nacionalismo hasta tomar forma en el extraordinario ascenso del partido nazi alemán que dirigía ya desde 1921 Adolf Hitler. A pesar del evidente peligro que representaban, las grandes potencias democráticas europeas, Francia y el Reino Unido, ni quisieron ni supieron poner coto alguno al auge de las diferentes corrientes fascistas que recorrían en aquellos momentos Europa, bien por inconsciencia o por pura ineficacia. Tanto que incluso prefirieron volver la espalda a la joven república española, cuando desde el inicio de su guerra civil se convirtió en el primer escenario de operaciones militares alemán e italiano, prefiriendo el alumbramiento de un nuevo régimen de carácter fascista en el sur de Europa antes que enfrentarse a la incipiente maquinaria alemana. Lo que poco más tarde acabaría siendo inevitable y con consecuencias mucho más devastadoras.
El 15 de Septiembre de 2008 Lehman Brothers, el gigantesco grupo financiero norteamericano se declaraba en quiebra y oficializaba una crisis que se venía mascando desde un año antes. La inmensa, por no decir infinita, cantidad de ramificaciones favorecidas por la incontrolada libertad del sistema financiero conforme al modelo neoliberal dominante, acabó dando paso a la mayor crisis económica en todo el mundo desarrollado desde la Gran Depresión. La negligente gestión posterior de ésta por los mismos que la propiciaron, como era previsible, ha acabado convirtiendo la misma en una crisis crónica para el grueso de las clases medias y trabajadoras al provocar un gigantesco desplazamiento de rentas hacia las capas más altas del entramado social. En definitiva estamos ante un fenómeno, derivado ya a lo sistémico, que va empobreciendo cada vez más a la mayoría de los ciudadanos mientras enriquece hasta límites insospechados a una minoría de la población.
Muy en contra de las premisas con las que se pretendió construir un espacio común europeo allá en la década de los 50 fundamentadas en un amplio desarrollo del Estado del Bienestar y que a duras penas pudieron mantenerse hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, el marco ideológico neoliberal que domina desde entonces la política europea promoviendo el individualismo, la liberalización completa del medio económico y la reducción del gasto público ha acabado por convertir la Unión Europea en un proyecto de las élites sólo para las élites, en palabras del analista financiero Juan Ignacio Crespo. Entre una de sus fatales consecuencias estamos pudiendo comprobar también ahora cómo se van sucediendo cada vez más evidentes paralelismos entre el ambiente existente en la Europa de los años 30 del siglo pasado y la situación actual a lo largo de todo lo largo y ancho del continente desde que Lehman Brothers destapara la caja de los truenos en 2008.
Los datos objetivos que van facilitando las propias instituciones oficiales en toda Europa, recientemente incluso algunos de los padrinos del modelo como la OCDE o el FMI, son concluyentes y nos muestran como cierta mejora de la economía global europea ni se está transmitiendo del mismo modo al conjunto de la ciudadanía ni tiene visos de hacerlo en el corto o medio plazo. Si no que se mantiene un contexto generalizado de incertidumbre económica que sólo está perjudicando a las clases medias y bajas del estrato social y dando lugar a cada vez mayores desequilibrios entre éstas y las clases más altas.
Dicho contexto y ante la falta de respuesta por parte de las autoridades comunitarias y de los propios gobiernos nacionales, obstinados en la inflexibilidad de sus medidas, está dando pie para que una parte importante de la población esté derivando hacia una nueva exacerbación del nacionalismo y tal como encontrara en los judíos el chivo expiatorio a sus males hace 80 años, hace que coloque ahora en los inmigrantes el foco de todos sus males.
De hecho ése ha sido el elemento catalizador que ha propiciado en el Reino Unido su salida de la U.E. en el referéndum celebrado recientemente. En un país con apenas un 6 % de desempleo, con una extraordinaria tasa de inmigrantes procedente de todos los rincones del mundo que con el fruto de su trabajo y del correspondiente aporte de tributos aportan su dosis de riqueza al mismo, resultaría a primera vista incomprensible el manifiesto rechazo siquiera de parte de la población hacia éstos. Sin embargo, el empeoramiento generalizado de las condiciones de vida del grueso de la ciudadanía de manera difícilmente justificable —en forma de reducción de salarios, subida de tasas, pérdida de derechos, etc.—, desde los sucesivos gobiernos laboristas y conservadores, a renglón propio y conforme al marchamo comunitario, han encontrado en el fenómeno de la inmigración la respuesta a buena parte de sus problemas a pesar del tradicional cosmopolitismo británico.
A estas alturas del metraje y visto el imponente auge de los movimientos fascistas, racistas y xenófobos que van ocupando con cada vez más fuerza la escena política europea y la auténtica catástrofe que desencadenaron en la vieja Europa no hace tanto tiempo, es difícil entender como las autoridades europeas no acaban de poner coto a los mismos de la manera más inteligente y que no es otra que frenando su principal caldo de cautivo como lo es el retroceso del nivel adquisitivo de las clases medias, el altísimo nivel de exclusión social al que están llegando las clases bajas y los gigantescos desequilibrios en relación a las clases altas de una sociedad absolutamente dominada por una plutocracia cada vez más recalcitrante.
Ni que decir tiene que en un mero ejercicio de sentido común para que se reprodujera una nueva guerra que implicase a todo el continente como están llegando a preconizar algunos agoreros tendrían que darse dos factores. Por un lado que el hambre causara mella de forma importante en la población y que un líder nacionalista aportara el carisma suficiente en una gran nación con capacidad para declararla. En el primer caso el estado del bienestar que se desarrolló en la Europa occidental desde el final de la 2° Guerra Mundial hasta finales del siglo pasado, a pesar de encontrarse ahora en claro retroceso, por lo menos mantiene las estructuras suficientes para evitar situaciones graves de hambruna colectiva. Y en el segundo extremo solo Marine Le Pen que parece contar con casi todas las papeletas para alcanzar la presidencia de la República Francesa podría detonar un conflicto de tal magnitud dada las proporciones de su país. Afortunadamente, salvo en el caso de que ésta se acabara creyendo un nuevo Napoleón, parece más que improbable que esto suceda.
Pero lejos de elucubraciones como poco esperpénticas -al menos es lo que deseamos-, sí que no cabe la menor duda que la proliferación de grupos ultranacionalistas y con fuertes connotaciones racistas y xenófobas es cada día mayor y están ocupando cada vez mayores parcelas de poder a lo largo y ancho de todo el continente. Polonia, Hungría —ésta incluso con formaciones paramilitares exhibiéndose en las calles—, Grecia, Holanda, Alemania, Austria, Reino Unido, Italia, Francia e incluso los países escandinavos están siendo sacudidos por este tipo de partidos políticos que en algunos de estos casos ya forman parte del gobierno, en otros están a las puertas del mismo y en el resto están calando cada vez en mayor medida entre la población.
El caso de España es algo diferente. Aunque ésta misma vorágine nacionalista puede vislumbrarse claramente en las redes sociales con numerosos grupos que utilizan soflamas muy reconocibles y características de esa ideología, además del uso exacerbado de los símbolos identificativos del estado, la exaltación continua de sus fuerzas de seguridad, la agresividad empleada contra el resto de formaciones políticas así como sus reiterados reproches a los inmigrantes, todavía no ha cuajado en un grupo político que concentre toda esta enorme corriente en torno al mismo. Por el momento, casi toda ella se mantiene al albor del Partido Popular, un partido que consideran heredero del régimen anterior, que no en vano fue fundado por ex-ministros franquistas, se abstuvo a la hora de votar la Constitución —a pesar de mostrarse ahora como principal garante de la misma—, y que desde el primer momento se adueñó para sí de la simbología representativa del país. En cualquier caso, el que en el PP se agrupen una enorme amalgama de afines, desde la derecha más reaccionaria y nacionalista hasta la democracia-cristiana, representa una cierta garantía para el control de todos ellos y así se le ha considerado siempre como un favor a la democracia española. Sin embargo el aumento de las posiciones nacionalistas van resultando cada vez más apreciables –en el caso español de forma cada vez más peligrosa desde la irrupción de lo que se ha dado en llamar con poco tino el desafío catalán—, y no sería de extrañar que en España surgiera una figura que con el carisma y la verborrea suficiente desgajara del Partido Popular una buena parte del mismo ensimismado con dichas ideas y empezara a representar un verdadero problema para el conjunto del estado.
Según un reciente informe del New York Times, a excepción de España y Portugal —por las razones ya expuestas y que podrían ser extrapolables también a Portugal—, todos los países de la U.E, cuentan ya en sus instituciones con partidos con fuertes connotaciones xenófobas. La agencia de inteligencia alemana ha advertido recientemente que en el pasado año 2015 han aumentado el 42 % los ataques racistas procedentes de la extrema derecha y empiezan a advertirse también ciertos movimientos en contraposición en la extrema izquierda. RUSI, una agencia de seguridad británica, ha elaborado un informe publicado recientemente en The Guardian en el que afirma que los asesinatos de la extrema derecha en Europa han aumentado de manera muy sensible los últimos años, alcanzando también un número cada vez más importante de acciones violentas, pero no se les presta la misma cobertura mediática que la del terrorismo islamista —salvo en el caso del noruego Anders Breivik que el 22 de Julio de 2011 asesinó a 76 personas—, por tratarse casi siempre de casos aislados.
Por su parte, la Unión Europea parece incapaz de poner coto al aumento de todas estas corrientes para las que la crisis y las nuevas oleadas migratorias representan su principal caldo de cultivo. La inquebrantable e inflexible actitud de las autoridades comunitarias por mantenerse fiel a la ortodoxia neoliberal que parece haber conducido a la resolución de dicha crisis solo en términos macro-económicos, a costa de los citados desequilibrios sociales y otorgándole un carácter crónico al grueso de la ciudadanía, no hace más que favorecer la proliferación de estos grupos que, ante la falta de respuesta, buscan un chivo expiatorio en lo diferente en una clara aproximación al modelo fascista.
La solución a semejante desafío pasa por una mayor y sobre todo mejor profundización en las bases del proyecto europeo para que este retome a sus primeras intenciones basadas en un modelo solidario asentado en el desarrollo y bien común de todos los ciudadanos dentro de una economía de libre mercado. La desmedida obsesión por divinizar ésta última parte del algoritmo en la decidida consumación del modelo económico neoliberal y abandonar a su suerte el resto de parámetros del sistema que primaban su carácter social está poniendo en evidencia a las instituciones europeas y a los diferentes gobiernos nacionales comunitarios.
El Brexit británico, su argumentación y la forma en que se ha catalizado este alrededor de la migración ha venido a poner en evidencia el cada vez mayor alejamiento de la política europea de la realidad social de sus ciudadanos. Parece obvio que no estamos a las puertas de un nuevo conflicto armado pero es igualmente evidente que la Unión Europea tiene delante de sí un número cada vez mayor de extraordinarios problemas a los que no termina de identificar o si lo hace es incapaz de hacer frente cegada por su propia vehemencia.
El proyecto europeo se encuentra hoy al borde del precipicio y si la Unión Europea no es capaz de dar debida respuesta al mismo las consecuencias pueden ser desastrosas. Y no solo para este si no para nuestra propia convivencia.