Delata a tu profesor, así se hacía eco eldiario.es del artículo aparecido en The Guardian en el que se da cuenta cómo una de las nuevas diputadas brasileñas electas junto a Jair Bolsonaro por el PSL (Partido Social Liberal), anima a los estudiantes de ese país a denunciar a través de un número de WhatsApp cualquier indicio en sus profesores de una conducta que ponga en tela de juicio al nuevo régimen. Ya lo advirtió durante la campaña el propio Bolsonaro, aunque haya querido quitarle hierro al asunto a última hora, que los rojos serían encarcelados o tendrían que exiliarse de Brasil.
El presidente electo ha presentado un modelo económico que pretende poner al mando de las principales empresas públicas a sus antiguos colegas militares -Bolsonaro alcanzó el grado de capitán-, acometer numerosas privatizaciones e incluso permitir, sin el más mínimo rubor, que las empresas esquilmen la Amazonía con las gravísimas consecuencias que ello puede traer no sólo para Brasil sí no para todo el planeta. Todo ello sin entrar en su conocido carácter misógino, xenófobo, racista y un largo etcétera de exabruptos que no sólo no ha ocultado en ningún momento sí no que incluso se ha vanagloriado reiteradamente de ellos. En definitiva ¿qué puede impulsar a un ciudadano normal poner en manos de un sujeto como Jair Bolsonaro todo un país?
Ni mucho menos es el primer caso en estos tiempos que corren. El ejemplo más cercano al de Brasil es el de otro gigante americano, Estados Unidos, donde sus ciudadanos han encumbrado a Donald Trump, un tipo de similar caudal ideológico al de Bolsonaro, hasta la presidencia del país más poderoso del mundo. Es más, Trump llevaba en su programa electoral incluso eliminar el Obamacare -lo que por el momento todavía no ha logrado al no contar con la aprobación del Congreso-, un modelo de seguridad social promovido por el anterior inquilino de la Casa Blanca que facilita la asistencia sanitaria a las clases más desfavorecidas y sin embargo ha sido precisamente en estas donde su sucesor ha encontrado un importante caladero de votos.
La historia reciente nos depara otros muchos ejemplos. El más paradigmático el del propio Adolf Hitler que alcanzó la cancillería alemana -en aquellos momentos República de Weimar-, en 1933 tras ser elegido mediante un proceso electoral el año anterior. Hitler se valió de la democracia para alcanzar el poder hasta que el 14 de Julio de ese mismo año promulgó la Ley de Partido Único quedando eliminada de facto la misma.
En la actualidad, siete décadas después de la caída de Hitler, Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en Holanda, Matteo Salvini en Italia, Sebastian Kurz en Austria, como en otros tantos países de nuestro entorno, incluso en el tan pretendidamente modélico mundo escandinavo donde la crisis financiera de 2007/8 apenas si ha tenido repercusión y no digamos ya en el caso de los países del este europeo donde las fuerzas ultraconservadoras han alcanzado mayor relevancia como en Polonia donde ejerce con mano de hierro el gobierno de Andrzej Duda y Mateusz Morawiecki y su partido Ley y Justicia o en Hungría el Fidesz del amonestado por la Unión Europea Viktor Orban, las posiciones más a la derecha del tablero político están teniendo también cada vez mayor relevancia en la escena parlamentaria del continente.
En España, hasta ahora, la extrema derecha apenas si representaba un porcentaje ínfimo en el espectro político debido a que el Partido Popular ocupaba prácticamente todo el espacio desde esos mismos confines hasta casi el centro político. Pero recientemente a causa de sus numerosos episodios de corrupción y, más especialmente, el auge del conflicto catalán VOX, una formación fundada por ex miembros del PP en 2013, ha incrementado de forma sensible su presencia mediática alimentándose de nuevos disidentes populares que acusan al partido de falta de contundencia suficiente, hasta conseguir que las encuestas le otorguen, al menos al día de hoy, alguna presencia en el parlamento.
Salvando las distancias como consecuencia de los diferentes aspectos históricos, culturales y sociales de índole geográfica entre los casos de Bolsonaro, Trump y los grupos ultraconservadores europeos sí que nos encontramos a pesar de todo ciertos paralelismos. Por lo general un discurso incendiario y propuestas simplistas a cuestiones complejas en materia económica, laboral, social, etc. en un contexto de crisis económica y fuerte aumento de los desequilibrios, que si bien en principio encuentra su espacio entre las clases altas, su persistencia y la falta de respuesta adecuada de la política tradicional termina encontrando un caladero de votos entre las clases más desfavorecidas donde el desempleo y la escasez de recursos y futuro les arrastra a buscar alternativas cada vez más intransigentes e intolerantes.
Por otra parte, según sea el caso, determinados factores cobran más o menos notoriedad en dicha narrativa pero siempre desde esa misma e inusitada simplicidad. Como ejemplos más comunes: el nacionalismo, según define la RAE un sentimiento fervoroso de pertenencia a la nación -con toda su parafernalia cargada de simbolismos-, el problema migratorio haciendo de éste el chivo expiatorio de buena parte de los males que acucian a los ciudadanos, la corrupción política que cabalga de forma desbocada sin que la justicia sea capaz de ponerle freno o la seguridad ciudadana, un término que la ultraderecha manipula hábilmente con un discurso altamente belicoso incitador a la violencia, para después proclamar la necesidad de un sensible aumento de la seguridad lo que le acaba sirviendo de pretexto para liquidar todo régimen de libertades.
En España ha sido la cuestión catalana la que ha despertado el monstruo del nacionalismo tanto periférico como centralista que ha acabado incendiando las redes sociales en medio del desenfreno político. A ver quién dice o hace la afrenta mayor, quién es más patriota o quién es el que pone la bandera más grande han sido los principales argumentos de una y otra parte en los últimos años que han acabado convirtiendo un problema eminentemente político en uno judicial de difícil recorrido y ha sido el principal argumento de VOX para que empiece a ser tenido en cuenta en las encuestas, aunque por el momento y a tenor de las mismas sus seguidores se concentren todavía de forma mayoritaria en las zonas altas de la pirámide social.
Por su parte Bolsonaro, en un país tan complejo y de las proporciones de Brasil, ha encontrado todo un filón de problemas para nutrir su argumentario. Casi 200 asesinatos diarios, el hartazgo del pueblo hacia un partido, el Partido de los Trabajadores, que tras 13 años de gobiernos ininterrumpidos no ha sabido dar respuesta debida a los problemas de la gente además de golpeado duramente por la corrupción, la persistencia de la crisis económica, la irrupción con fuerza de la iglesia evangélica en los últimos años aliada tradicional de las fuerzas conservadoras y la falta de políticos con capacidad de liderazgo y empatía necesaria para poner en evidencia a Bolsonaro con una contraoferta sugerente en los últimos comicios, han puesto en bandeja el gobierno de un país con una población de más de 200 millones de habitantes y una extensión digna de un continente a un personaje capaz de desestabilizar toda la escena sudamericana y poner en riesgo la supervivencia de la humanidad.