Cuando Dante Gabriel Rosetti (1828-1882) fundó en 1848 la Hermandad Prerrafaelista junto a sus amigos de la Royal Academy, John Everet Millais (1829-1896) y William Holman Hunt (1827-1910), Elizabeth Siddal (1829-1862) aún trabajaba en una sombrerería de Leicester Square.
Mientras él pertenecía a una familia de alto pedigrí artístico, ella podía presumir de saber leer y escribir pese a sus orígenes humildes. Los mismos que, para cuando todos comenzaron a llamarla Lizzie, se transformaron en vivencias de una infancia en los suburbios que no tenían correspondencia con la realidad, y que no obstante la joven disfrutaba contando a quién quisiera escuchar para añadir cierto aire de romanticismo a su historia. Con ello buscaba enfatizar aún más el papel de fair lady/Galatea que le dieran en el círculo Prerrafaelista, desde el momento en el que Walter H. Daverell (1827-1854) se quedara prendado de su belleza al verla colocando sombreros tras el escaparate de la tienda y le pidiera ejercer de modelo para él. Más tarde, sin saber cómo plasmar el rojo tan peculiar de sus cabellos, éste llamaría en busca de ayuda a su maestro, Rossetti. Así es como el más simbolista de los artistas del movimiento caería rendido a los pies de la joven que aún entonces compaginaba su recién adquirido trabajo como modelo con el de dependienta.
Esto le otorgaba cierta independencia económica inusual para la época en una mujer, algo que paradójicamente la colocaba directamente en uno de los escalafones más bajos de la sociedad victoriana: el de mujer trabajadora. Por tanto no resulta tan sorprendente el hecho de que, cuando este círculo de artistas la convirtiera al unísono en su musa, ella no hiciera otra cosa que dejarse querer, abandonando todo para servir solo al propósito de inspirarles. Lo haría hasta tal punto que Dante Gabriel Rossetti acabaría obsesionado con ella, e incluso le pediría posar exclusivamente para él. Elizabeth, que esperaba impaciente un matrimonio que él no cesaba de prometer pero que nunca llegaba, aceptó. Se convertiría así sin saberlo en la stunner primigenia, aquella que encarnaría el ideal de belleza femenino que tanto fascinaba a los Prerrafaelistas, quienes no supieron, o no quisieron ver, que su inusual palidez y delgadez extrema no eran fruto de una hermosura cuasi divina, sino de una creciente adicción al láudano.
Cuando, tras años de espera, Elizabeth comprendió que aquel matrimonio no llegaría, decidió marcharse de Londres y olvidarse de Rossetti, que para entonces ya había encontrado nuevas stunners en Jane Burden y Fanny Cornforth. Fue en su exilio como musa destronada donde comenzaría su declive final. Presa de su débil estado psicológico en una época en que la depresión era una desconocida, se ganó la condescendencia de sus allegados por hallarse en constante estado de lo que ellos consideraban semi-histeria. Cuando tras dos años sin verse Dante Gabriel acude en ayuda de una Lizzie a la que todos consideraban moribunda, se encuentra con la sombra de aquella mujer a la que conoció. Es así como, llevado por un estado de empatía, más que de amor, decide finalmente en 1860 casarse con ella. Pero esto, lejos de apaciguar la adicción de la otrora modelo no hizo más que acrecentarla, de tal forma que, al quedarse embarazada un año más tarde, daría a luz una criatura muerta en lo que supondría el punto y final de su cordura. A partir de este momento no es difícil encontrar relatos que hablan de como pasaba los días meciendo una cuna vacía mientras su marido volvía a los brazos, si es que alguna vez los abandonó, de sus amantes.
Poco se sabe de Elizabeth Siddal más allá de su papel de musa de, amante de y «esposa de». Como es usual con las mujeres de su época que se relacionaban con artistas, para ellos estaba reservado el papel de genio y para ellas, el de simple objeto hermoso que sirve de inspiración. De poco vale que Elizabeth intentara desarrollar su propias aspiraciones creativas como pintora y poetisa, dejando tras de sí un importante legado en el que reivindica talentos y facetas que van mucho más allá de la figura plana e idealizada mostrada por los Prerrafaelistas. En su más famoso autorretrato podemos observar que la imagen que la propia Elizabeth tenía de sí misma poco o nada tiene que ver con la belleza surreal que le otorgaran Rossetti y compañía. Su propia mirada, su visión particular, no arroja ningún parecido con aquella etérea Ofelia inmortalizada por Millais en su más célebre trabajo como modelo; pero sí nos dice mucho de la historia tras el cuadro, de aquella joven que, por complacer al artista, permaneció sumergida en una bañera sin proferir ninguna queja cuando las velas que calentaban el agua se fueron apagando. Algo que la haría contraer una irreversible neumonía con la que habría de cargar el resto de su fugaz vida. Nos enfrentamos en sus ojos cansados a la realidad de una mujer torturada psicológicamente, compleja y con una adicción terrible que la llevaría a la muerte con tan sólo 32 años, sin que aún se sepa si esto ocurrió de forma intencionada o accidental.
Desaparece con su muerte el papel de musa que le fuera otorgado en vida. Pero ni tan siquiera entonces nos encontramos con la mujer real, sino con la evanescente imagen del fantasma gótico. Aquel que según la leyenda acechó a Rossetti hasta el fin de sus días, en venganza por haber exhumado el cadáver de Elizabeth siete años después de su fallecimiento. La excusa era recuperar unos manuscritos que, en señal de mea culpa por sus constantes infidelidades, el pintor había decidido enterrar con la que fuera su amada. Lo que cuentan que encontraron al abrir el ataúd alimenta aún más su imagen de Ligeia de Allan Poe: una Elizabeth incorrupta, con su belleza intacta y la larga cabellera rojiza rodeando su cuerpo como una hiedra que ni la propia muerte había podido detener en su crecimiento.
Se dice que fue entonces cuando Rossetti, arrepentido por el escabroso tema de la exhumación, retomó un proyecto que llevaba esbozando desde hacía años. Ese proyecto era Beata Beatrix (1870), obra que supondría su entrada en una fase más ornamental y simbolista.
En Beata Beatrix el prerrafaelista conjuró los recuerdos que guardaba de su fugaz esposa, los cuales acompañó con bocetos que poseía de su rostro para sus anteriores trabajos y que ayudaron a configurar esta imagen de Elizabeth en la piel de Beatriz, el amor inmortal de Dante Alighieri (1265-1321).
Aquí la faceta más poética del pintor se deja sentir con especial fuerza. Podemos apreciarla en el potente simbolismo que se desprende del conjunto, en una obra que pretende representar el trasunto espiritual de Beatriz en el momento justo entre la vida y la muerte. No se trata de presentarnos la muerte en sí, sino la transfiguración espiritual que surge como consecuencia de ella, con lo cual se nos muestra a Beatriz en un estado de éxtasis que, si bien puede ser entendido desde un punto de vista religioso, aquí hace que muchos apunten a sus posibles connotaciones sexuales. Sospechas debidas al lenguaje corporal de la protagonista pero sobre todo a la sensualidad implícita que Rossetti gustaba de imprimir a sus creaciones, en las que las protagonistas femeninas siempre aparecen con aires de femme fatale. En este caso sin embargo, somos testigos de un momento de comunión entre las pasiones humanas y la esfera celeste, una visión extrasensorial que consigue su aspecto surreal debido al desenfoque de la imagen logrado gracias a la superposición de colores. Entre ellos destacan los matices dorados que aluden a la santidad y el color verde, que aquí sirve para crear un subtexto en torno a la esperanza.
La temática, que es una referencia clara a la obra de Alighieri, Vita Nova (1295), sirve a su tocayo inglés para dar rienda suelta a lo que él considera paralelismos entre su propia vida y la del poeta italiano, paralelismos que condensa en la figura de Beatriz. En Vita Nova, se narra la renovación total del ser que sufre Dante al enamorarse de Beatriz y también la muerte de ésta, cuyas impresiones capta el lienzo de Rossetti tomando incluso como telón de fondo lo que parece ser el Puente Vecchio (Florencia), lugar donde ocurre el fatal desenlace y ciudad natal de Dante Alighieri. Las alusiones al escritor florentino son más que obvias si tenemos en cuenta que el reloj de sol que aparece al fondo marca justo la hora a la que se sabe murió su amada; o que es él mismo quien aparece representado a la derecha del cuadro con ―se dice― un ejemplar de la Vita Nova bajo el brazo. En el margen izquierdo vemos, enfrentándole cara a cara, una personificación del Amor sosteniendo unas llamas en su mano. Es el fuego de la propia vida de Beatriz, que en ese momento se está no sólo apagando, sino convirtiendo en otra cosa. Una transmutación de cariz metafísico aquí representada por la paloma roja que se posa sobre las palmas de la mujer.
La paloma es tanto un símbolo del amor como del Espíritu Santo y la amapola que porta es quizás la alusión más clara a Elizabeth Siddal, pues alude a su muerte a causa del láudano. Encontramos en este detalle el único rastro de la Lizzie real, de la mujer y no de la musa idealizada. Solo esta amapola nos señala que había algo más allá de su belleza cuando en éste retrato, como en todos los demás, e incluso tras su muerte, los hombres que formaron parte de su vida insisten en mostrar a un ser etéreo que nada nos cuenta sobre la mujer independiente capaz de mantenerse a sí misma económicamente, que perseguía su propia carrera artística o que consiguió el patronazgo del mismísimo John Ruskin.
Pero no será esa la Elizabeth que perdurará con el paso del tiempo ni la que formará para siempre parte del imaginario colectivo. Será Ofelia, será Beatriz, será en definitiva la belleza de su rostro idealizado, ni siquiera tal y como era, sino como lo concibieron los Prerrafaelistas. Esa es la maldición de la musa.