Claro que nadie quiere la guerra. Salvo, claro está, aquellos que tengan turbios intereses en la misma como ocurriera con la Guerra de Irak de 2003. Lo de Irak se trató de una invasión en toda regla con una serie de premisas manifiestamente falsas y unas terribles consecuencias que alcanzaron todo el mundo y que acabaron devastando buena parte de Oriente Medio.
Dos de sus tres principales instigadores lo acabaron reconociendo años después. Tony Blair sería el primero en hacerlo y más tarde el propio George W. Bush. A José Mª Aznar todavía se le espera.
El caso de una posible invasión de Ucrania por parte de las fuerzas del Kremlin no tiene nada que ver con el de Irak, aunque tenga otras deplorables connotaciones capaces de llevar a la humanidad al peor de sus despropósitos.
En esta ocasión se trata de una nación que en parte es un auténtico galimatías de grupos armados de todo color y condición, liderada por un ex comediante de profesión, fundador de un partido de difícil encaje político -de los llamados «atrápalo todo»-, y una población dividida entre los que quieren integrarse en Rusia –los menos-, los que miran a la Unión Europea –los más-, y los que lo hacen de reojo a ambas partes.
Al fin y al cabo la historia de Ucrania como estado independiente ha resultado efímera desde la desintegración del Rus de Kiev en el SXIII. En el SXVII volvió a formarse un estado soberano en la zona pero el ímpetu del imperio de los zares y el imperio Austrohúngaro acabó pronto con el mismo. Así hasta 1991, con la desaparición de la URSS, cuando Ucrania obtiene su independencia con la forma que conocemos actualmente.
Las protestas sucedidas en el denominado Euromaidán en 2013, un estallido nacionalista y europeísta declarado por la difícil situación económica y el carácter pro ruso del por entonces presidente de la república, acabó provocando un conflicto armado en la zona oriental del país entre la comunidad ucraniana y la pro rusa, mayoritaria esta última en la misma, que con el apoyo del Kremlin dio lugar a la adhesión de Crimea a la Federación Rusa.
La OTAN
Por lo que respecta a la OTAN, a pesar de la caída del Telón de acero, la desaparición de la URSS y el establecimiento de un estado liberal -con matices-, en Rusia, se ha ido expandiendo progresivamente por el este de Europa como si la Guerra Fría no hubiera tocado a su fin.
Algo sin mucho sentido una vez extinguida la política de bloques y que ha mantenido una cierta calma tensa entre los dos mayores ejércitos del planeta.
Así, bien dentro del marco de la OTAN o al margen de la misma, el ejército de los EE.UU. ha ido desplegando sus unidades militares estos últimos años en Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Rumanía y Bulgaria. O lo que es lo mismo ha ido poniendo cerco a Rusia a lo largo de buena parte de sus fronteras o de los pocos países satélites que le quedan como es el caso de Bielorrusia.
Por su parte las esporádicas violaciones del espacio aéreo colindante por la aviación rusa han resultado la excusa perfecta para dicho despliegue, lograr su influencia en la zona después del oscuro pasado soviético, evitar esta misma por parte rusa y, de paso, una continua muestra de superioridad sobre su antiguo rival mientras este se desinflaba.
Y no sólo en el lado occidental del continente, sino también visto sus intereses en Georgia en los confines del mismo, más allá del mar Negro, en las montañas del Cáucaso.
La Madre Rusia
Rusia, en clara inferioridad económica y denostada políticamente, sólo ha encontrado en sus recursos naturales que tanto necesita occidente la manera de contrarrestar su pérdida de influencia en la esfera internacional y así ha venido especulando con el gas que suministra a la Unión Europea a través de sus gasoductos.
Mientras, al menos, mantenía su preponderancia en las antiguas repúblicas del Asia central, ahora también en entredicho como hemos visto recientemente en Kazajistán.
Probablemente en el citado galimatías ucraniano, con el apoyo de ese casi un tercio de la población que aspira a pertenecer a “la Madre Rusia’, Putin haya visto la manera de lograr que su país vuelva a ser tenido en cuenta como una súper potencia en la primera línea mundial.
En medio de tanta confusión, Ucrania puede sucumbir con cualquier tipo de pretexto a las apetencias de un ultra nacionalista como Vladimir Putin que, además de proyectar de nuevo al primer plano de la escena internacional a su país, se ve así mismo convertido en el nuevo zar de Rusia.
Del mismo modo que lo ha venido haciendo EE.UU. a lo largo de todo el SXX como mega potencia dominante en todo el continente americano desde los tiempos de Woodrow Wilson y sus maneras de extender la democracia a cañonazos.
Pero la cosa ha ido evolucionando y ya no es necesario entrar en un enfrenamiento directo para lograr sus intereses cuando se trata de una potencia de las dimensiones de Rusia o EE.UU. y más recientemente el reconocido gigante chino.
A buen seguro, lo que pretende Putin no es más que un colchón, un margen de separación, entre los miembros de la OTAN y su propio territorio, en cierto modo seguir también el juego de la Guerra Fría y, sobre todo, la reafirmación de su propio poder. No lo tiene tan difícil.
El teatro de operaciones
Llegado el caso, sí que parece posible una invasión que se quedara en la zona más sensiblemente pro rusa del territorio ucraniano. Allí contaría con el mayoritario apoyo de la población local ante lo que poco podría hacer el gobierno ucraniano y menos aún los EE.UU. o la propia Unión Europea.
Mientras que una invasión a gran escala representaría un coste difícilmente asumible para Rusia, tanto político en la escena internacional como económico en lo interno ante las presumibles sanciones de la Unión Europea y los EE.UU.
Lo que resulta menos imaginable es una intervención directa de la OTAN. Ucrania no es socio de la OTAN, más allá de alguna que otra declaración de intenciones, al tratarse de un aliado poco fiable debido a sus citadas peculiaridades demográficas y su inestabilidad.
Ni a nadie se le pasa por la cabeza que una vez superada Ucrania las fuerzas rusas se adentraran en la Unión Europea.
Ni Biden es presumible que este por la labor –ha vuelto a reiterar que no enviará tropas al interior de Ucrania-, ni buena parte de la opinión pública norteamericana por cuanto ya se sabe de la buena sintonía de los republicanos con Putin.
Lo más probable es que la cosa solo quede en un «a ver quien la tiene más grande» y lo mejor que Ucrania podría hacer es declarase país no alineado lo que contentaría a todas las partes. Muerto el perro se acabó la rabia, lo que no quiere decir que Putin no intente efectuar alguna maniobra que coloque al frente del gobierno ucraniano una marioneta suya de cuando en cuando.
De ahí que los conatos de un nuevo movimiento por el «No a la guerra» en la misma línea de lo que ocurriera con Irak, no se hayan desencadenado en Europa como lo hicieron entonces.
En esta ocasión la posibilidad de desatarse un conflicto a gran escala no tiene visos de producirse y parece obvio que se acabará resolviendo por la vía de una diplomacia que debe hacer todo lo posible en aras de mantener la paz en la zona.
Además, de hecho y como veíamos al principio, el conflicto ya existe y dura ya varios años en el entorno de la península de Crimea y la región del Donbás sin que nadie en occidente se haya rasgado hasta ahora las vestiduras por ello a pesar de una factura por el momento de 25.000 muertos y un millón y medio de desplazados según datos de la ONU.
Ucrania por su parte y por mucho material bélico que pueda facilitársele mantendría una actitud suicida si pretendiera enfrentarse a su gigantesco vecino en el lejano caso que el ejército ruso decidiera invadir el país por todos sus frentes.
Las fuerzas ucranianas se reducen en buena parte a los vestigios del antiguo arsenal de la época soviética y a lo que se le pueda proporcionar de manera más o menos encubierta desde occidente. Pero, de cualquier manera, absolutamente desproporcionadas con respecto a las que dispone la Rusia de Putin.
Mirar a otro lado no facilita la paz
No obstante, a pesar de todo lo dicho y del más puro sentido común, nadie puede asegurar con absoluta certeza qué va ocurrir los próximos días o semanas, especialmente vistas las veleidades de un tipo como Vladimir Putin.
Pero una invasión rusa y la ocupación masiva del territorio ucraniano podría acabar derivando en una auténtica carnicería y en ese caso Europa no podría permanecer impasible ante ello como ocurriera en los Balcanes hasta que fue demasiado tarde.
La democracia ni puede mirar a otro lado ni puede poner continuamente la otra mejilla.
Las «políticas de apaciguamiento» seguidas en el continente en el pasado SXX resultaron un completo fiasco. De no haber sido por ellas quizá España gozaría hoy de una democracia casi centenaria, quizá la II Guerra Mundial se habría evitado y los Balcanes, a buen seguro, no se hubieran acabado desangrando.
Por eso no queda otra opción que exigir que las partes sigan hablando. Hablar todo lo necesario, hasta que duela, y evitar por todos los medios que un nuevo derramamiento de sangre remueva la historia de la vieja Europa.
No nos queda más que desear entonces que la literatura de ficción que focaliza el inicio de la III Guerra Mundial como el fruto de repetidos incidentes locales en las fronteras de la Unión Europea con Rusia, se quede por completo en eso: ficción y literatura.