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Nuestro invitado de hoy en Amanece con… es Enrique Mochón Romera (Huétor Vega, Granada, 1962). Nos cuenta que, entre otras cosas, es conductor de trenes jubilado y titulado en inglés por la Escuela Oficial de Idiomas. Vive desde 1984 en Puerto Sagunto, Valencia, a donde se trasladó por motivos laborales. Su afición a la escritura le llegó hace 16 años, cuando se propuso participar en el concurso “Relatos en Cadena”, de La Ser, convirtiéndose pronto en algo de especial importancia para él. Cuéntame una tontería es su primer libro, aunque muchas de las historias que lo componen han ido figurando con anterioridad en recopilatorios colectivos, blogs de escritura y diversas revistas literarias, además de haber obtenido reconocimientos en concursos como Esta Noche Te Cuento, Lince Montesdetoledo, Cartas de Sancho Panza a Teresa Panza, Carmen Alborch de Fundación Montemadrid y Zenda, entre otros.
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Enrique ha tenido la amabilidad de elegir los siguientes relatos de su libro para compartir con nuestros lectores:
Por la escondida senda
Hay un óleo de Gustav Klimt en el que dos abedules parecen conversar. Según el día que uno lo mira se podría pensar que discuten de forma acalorada o bien que se han encontrado paseando y se alegran de ello. Sus figuras destacan en el horizonte, recortadas sobre un cielo con nubes, junto con la de un tercero de igual género del que no queda clara su actitud con respecto a ellos. La vegetación que completa el lienzo, en el que no hay presencia humana, son otros árboles, frutales estos y de un evidente discurso afable, y un prado florido que integra todo y que da la sensación, observando la cantidad de amapolas que acumula en la mitad inferior, de estar en lento movimiento hacia el espectador, como una multitud vegetal unida por alguna razón festiva o de reivindicación. El conjunto produce una algarabía sin estridencias que acaba enredándote en su indómita espesura. Yo tenía una copia de ese cuadro que miraba absorto cada tarde en mi apartamento en la ciudad. Seguramente siga allí colgada, como una ventana de luz en su oscura y atronadora soledad. La misma de la que una mañana partí en mi viaje hacia ese otro mundanal ruido.
Entre dos aguas
Una vez vi pasar cerca de la orilla una góndola con dos enamorados. Iban tan entregados que no me vieron agitando los brazos, y mucho menos me oyeron cuando pedí socorro, pues mi grito, si tenía alguna posibilidad de ser atendido, se solapó con la romanza que cantaba el gondolero. La soledad tiene esas cosas. Quién no ha escuchado su nombre en el silencio, sonando en la voz de alguien que ya no está. El agua dulce de mi regadera, insignificante frente al vasto océano salado, lo era todo para mí. Yo se lo decía mientras cuidaba mi huertecito, sabiendo que era una locura, y juro que a ella le gustaba oírlo. Algo que me pasa ahora, de vuelta a casa, es que estoy regando las macetas y de repente escucho una barcarola. Acostumbro a quedarme embelesado, queriendo descifrar su canto, hasta que mi mujer se da cuenta de que he vuelto a naufragar y, dulcemente, acude en mi rescate.
Veo, veo
En el Museo de Ciencias Naturales de Nueva Orleans, dentro de una vieja vitrina de nogal, se puede ver el cadáver momificado de una niña. Expuesta en sus orígenes en el centro de la galería principal, la pieza fue ocupando con el tiempo lugares cada vez menos importantes, hasta quedar relegada a un rincón de la sala anexa más escondida, entre un caimán bicéfalo disecado y el último ejemplar visto de Ectopistes migratorius o paloma viajera. La ficha correspondiente, adosada a un lateral, explica que la niña formaba parte de un cargamento de esclavos del siglo XVIII, del que desembarcó sin vida en el puerto de la ciudad tras un accidentado viaje lleno de bajas. Los que la vieron morir, añade la nota, contaron que en su agonía febril la niña repetía una misma cosa, y que su muerte no impidió que continuara haciéndolo. Aún hoy, si permaneces atento a su lado, acabas escuchando su invariable discurso. En efecto, una impenetrable voz de violín desafinado —el ruido de una cañería cercana para los escépticos— asoma a cada rato entre sus labios de pergamino, suplicante aseguran algunos, resignada en opinión de otros. Nadie sabe que juega desde entonces, y que espera la réplica de su madre.