«Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación».
Constitución Española de 1978 (Art. 47)
Sin embargo, a pesar del enunciado, el problema de la vivienda en España en particular y en general en toda Europa es una consecuencia más de la actual manera de entender el capitalismo.
Hasta los años 80, en los países centroeuropeos y en los países nórdicos, se construían en su conjunto centenares de miles de viviendas públicas cada año de las cuales una buena parte iban destinadas al alquiler.
Hasta llegar al caso de Viena donde, todavía al día de hoy, hay más viviendas públicas que privadas, aunque sacudida por el fundamentalismo liberal no se libra de sus arremetidas.
Incluso en España se llegaron a construir más de 100.000 viviendas de carácter público al año en tiempos de Felipe González –eso sí la inmensa mayoría solo en venta-, aunque estas acabarían decayendo en sus últimos años de mandato de la misma forma que lo hacían en el resto del continente.
A partir de ese momento y tras una revisión de la teoría capitalista el modelo económico cambió, la fiscalidad perdió su carácter progresivo, por ende la inversión y el gasto público se desestimaron y se cedió todo el protagonismo al dios mercado.
A esa «mano invisible» que, de acuerdo a los fisiócratas, considera la economía como si de un ecosistema natural se tratara, promoviendo la desregulación y la laxitud de las leyes en aras del beneficio del individuo exonerado del interés del grupo.
Por otra parte en España –algo común en la ribera mediterránea y en el este de Europa-, desde la profundidad de los tiempos la vivienda se ha considerado un bien patrimonial, dicho más burdamente «un negocio», por mucho que la propia Carta Magna defienda lo contrario, lo que ha traído como consecuencia uno de los parques públicos de viviendas más exiguo de Europa.
De hecho las famosas VPO, otrora paradigma de lo público, al final tras haber vencido las correspondientes hipotecas pasaban a engrosar el mercado de la especulación inmobiliaria como cualquier otra. Nada que decir de las viviendas públicas en alquiler que en España podrían considerarse porcentualmente irrelevantes.
En el caso del alquiler privado, un reciente informe del Instituto de investigación urbana de Barcelona, afirma con rotundidad que la mitad de los inquilinos de este país quedan en situación de pobreza después de pagar el alquiler. Y que en ciudades como Barcelona y Madrid, el porcentaje destinado al alquiler y suministros de la vivienda supera más del 30 % recomendado de la nómina en más del 60 % de los casos.
Tal como sucede en el resto de las principales urbes europeas, especialmente las más «agraciadas» por el turismo.
Volviendo a lo público, tanto es una cuestión de conceptos que, todavía, para muchas personas en España la catalogación de vivienda pública se asocia en muchas ocasiones a cuestiones de orden benéfico –en algunos casos hasta de forma despectiva-, o lo que es lo mismo, como si de una oferta destinada en exclusiva a las clases más desfavorecidas se tratara.
«La justicia social es una aberración y los impuestos un robo», Javier Milei, dixit.
A día de hoy cuando la vorágine capitalista ha tocado fondo y su fracaso, salvo en el caso de las clases más adineradas, se ha consumado de manera perniciosa para la mayoría de la población, la situación de la vivienda en un país como España con un modelo industrial basado todavía en buena parte en un sector tan volátil como el turismo y otro especulativo como el de la construcción, en definitiva sectores de bajo valor añadido, el problema se agudiza todavía más.
Lo que añadido a la irrupción en el mercado inmobiliario de grandes fondos de inversión sin escrúpulos en aras de la extrema optimización de los beneficios, nos depara un cóctel de casi imposible resolución.
Imposible porque para revertir dicha situación habría que iniciar de manera inmediata, solo en España, la construcción de 600.000 viviendas, según los datos del Banco de España, priorizando su carácter público y destinando un alto porcentaje de las mismas al alquiler. Lo que, en el sistema capitalista actual donde el gasto público se considera poco menos que un despilfarro, resulta prácticamente imposible.
Máxime teniendo en cuenta que en nuestro país se forman unos 200.000 nuevos hogares al año mientras se construye –básicamente en el orden privado-, la mitad de viviendas en el mismo tiempo, lo que dispara el precio de la oferta ante el exceso de demanda.
Aún dado el caso estaríamos hablando a varios años vista la posibilidad de poner en uso tan ingente cantidad de viviendas y como quiera que por la propia naturaleza del capitalismo imperante resulta igualmente imposible fijar límites a los precios, lamentablemente, hay que asumir que no hay manera viable en el corto y medio plazo de romper el círculo vicioso del mercado de la vivienda.
De hecho cuando los diferentes gobiernos locales, provinciales, autonómicos y el del propio Estado pudieron hacerlo tras asumir este la propiedad de miles de viviendas hechas o a medio hacer tras el estallido de la burbuja inmobiliaria estas fueron a caer en manos de nuevos especuladores para que el precio decayera lo menos posible y no se devaluaran las viviendas de los que sí podían pagarlas.
Aun tratándose de viviendas públicas con inquilinos a los que les vulneraron todos sus derechos, multiplicando el precio del alquiler una vez transferidas en masa a poderosos fondos de inversión, conduciéndoles irremediablemente al desahucio.
A pesar de ello, el sentido del voto en todo eso que hasta ahora conocíamos por mundo desarrollado, del que EE.UU. ha sido recientemente el principal ejemplo, profundiza aún más en esa misma espiral capitalista por lo que todavía cabe esperar menos resolución alguna al problema.
Un problema, al menos para esa denostada visión del contrato social, cuarenta años atrás, absolutamente distinta de la corriente dominante del pensamiento actual. Pero a buen seguro que no tanto para los que o bien confían todavía en la utopía capitalista o simplemente asumen con naturalidad su demagógica deriva.