El 20 de enero de 1942, en una villa próxima a Berlín, tuvo lugar la que con el tiempo se denominaría Conferencia de Wannsee, convocada a instancias de Reinhard Heydrich uno de los jefes más sanguinarios de las SS y donde, fruto de una serie de políticas puestas en marcha desde la llegada de Adolf Hitler al poder en Alemania, se decidió la deportación a Polonia de todos los judíos que cayeran presos de la órbita nazi para su posterior exterminio. Su nombre en clave: La solución final.
Hoy, ocho décadas después de la consumación de aquella barbarie, una Unión Europea irreconocible para sus padres fundadores, la que ellos mismos denominaran «la Europa de los pueblos», está dispuesta a contratar los servicios de países ajenos a la misma donde ubicar a los inmigrantes irregulares, solo a estos –por el momento-, en nuevos formatos de campos de concentración construidos a tal efecto.
Es, tal como ocurriera en la Alemania de los años 40 del siglo pasado, lo que un embajador europeo ha calificado ahora de «externalización óptica». O lo que es lo mismo: «lo que no se ve, no se siente».
Es lo que ha empezado a hacer el gobierno de la postfascista italiana Giorgia Meloni en Albania, aunque un juez haya revocado el envío de los primeros migrantes a su destino, de la misma manera que en su día ocurriera de manera fallida con Turquía tras la masiva llegada de personas que huían de las guerras de Afganistán y Siria en 2016, ante las continuas vulneraciones de los derechos humanos por parte de las autoridades turcas tal como ha vuelto denunciar Lighthouse Reports, un grupo de medios de comunicación entre los que se encuentran El País, Le Monde, Der Spiegel o Político entre otros.
Y tal como viene ocurriendo tras el acuerdo con Túnez de su primer ministro, el autócrata Kais Saied, con la propia Meloni el pasado año y en presencia de la mismísima Ursula von der Leyen en su calidad de presidenta de la Comisión Europea. Ello, a pesar de las informaciones de ACNUR –la agencia de Naciones Unidas para los refugiados-, en el que se advierte a las autoridades europeas de las atrocidades que está cometiendo el gobierno tunecino con numerosos grupos de inmigrantes a los que transporta y abandona a su suerte en las inmediaciones de la frontera libia en medio del desierto.
Europa intenta emular una fórmula, igualmente fallida, que puso en práctica Australia en islas de su entorno como en la pequeña República de Nauru o Manus en Papúa Nueva Guinea. Incluso se han propuesto disparates como el del ex primer ministro británico Rishi Sunak de crear cárceles flotantes en medio del océano y al que también falló la judicatura en su contra cuando intento deportaciones masivas a otros tantos campos en Ruanda.
Quizá, si en alguna ocasión la sociedad europea se planteara la necesidad –que la tiene, en España, por poner en un ejemplo, sectores como el de los cuidados o el servicio doméstico colapsarían sino fuera por la inmigración- y la voluntad de controlar las corrientes migratorias de manera ordenada y organizada a la vez de acabar con el expolio constante de los países de origen, a buen seguro, el problema sí que entonces podría entrar en vías de solución.
Percepción vs persuasión
Pero es evidente –los resultados electorales así lo vienen confirmando en todo el continente los últimos años-, ha renacido un movimiento, adaptado en primera instancia a los modos democráticos actuales, pero imbuido en el ultranacionalismo y un neoliberalismo voraz que a pesar de ser el causante de todas las recientes crisis económicas, financieras, laborales, energéticas, inflacionarias e incluso sanitarias vista su desatada precariedad durante la pandemia, marcan la agenda y se asientan cada vez con más fuerza en el marco europeo.
Tanto y con tanta insistencia que está consiguiendo que buena parte de la población autóctona, como ocurre en España, sea capaz de creer de forma desacertada que el número de inmigrantes es muy superior al que lo es en realidad y tener una percepción negativa de la inmigración –aunque curiosamente no en lo particular-, tal como demuestran trabajos como el de la consultora 40db para El País y la Cadena Ser o el del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat catalana e incluso los de organizaciones tan poco sospechosas como Fedea, la fábrica de ideas auspiciada por la banca española.
Sin duda, el anterior modelo capitalista fruto del fin de la II Guerra Mundial y denostado a partir de la década de los 80, cometió el gravísimo error de olvidarse del Tercer Mundo y de llevar al mismo los mismos objetivos de bienestar y servicio público que a las comunidades europeas.
Quedó este como una mera fuente de recursos para las mismas y ahora 40 años más tarde, el estado del bienestar en Europa se derrumba a manos de la horda neoliberal y los que emigran desde el Tercer Mundo, tal como hiciera el Tercer Reich con los judíos, gitanos, homosexuales o discapacitados, se han acabado convirtiendo también en su principal chivo expiatorio.
«No hay más que una historia: la historia del hombre. Todas las historias nacionales no son más que capítulos de la mayor».
Rabindranath Tagore, poeta y filósofo bengalí (Calcuta, 1861-1941).