Jeremy Rifkin, uno de los pensadores sociales más célebres de nuestra época, cuenta en una de sus obras lo que llama «La paradoja oculta de la historia humana». Flandes, 24 de diciembre de 1914. «La Primera Guerra Mundial de la historia entraba en su quinto mes. Millones de soldados se apiñaban agazapados en la red de trincheras que cruzaba la campiña europea. En muchos lugares, los ejércitos enemigos estaban atrincherados uno frente a otro, a un tiro de piedra. Las condiciones eran infernales». No solo porque hacía mucho frio.
«Cuando aquella noche caía sobre los campos de batalla, sucedió algo extraordinario. Los soldados alemanes empezaron a prender velas en los miles de pequeños árboles de Navidad enviados al frente para elevar su moral».
Luego empezaron a cantar villancicos. […] Los ingleses respondieron con aplausos: al principio con cierto reparo, luego con entusiasmo. También ellos empezaron a cantar villancicos a sus enemigos alemanes, que respondieron aplaudiendo con el mismo fervor.
Cuenta Rifkin: «Varios hombres de los dos bandos salieron a gatas de las trincheras y empezaron a cruzar a pie la tierra de nadie para encontrarse; pronto les siguieron centenares. A medida que la noticia se extendía por el frente, miles de hombres salían de las trincheras. Se daban la mano, compartían cigarrillos y dulces, y se enseñaban fotos de sus familias. Se contaban de dónde venían, recordaban Navidades pasadas y bromeaban sobre el absurdo de la guerra».
«A la mañana siguiente, decenas de miles de hombres -según algunas fuentes, hasta cien mil- charlaban tranquilamente. Veinte horas antes eran enemigos y ahora se ayudaban para enterrar a los camaradas muertos. Se dice que se jugó más de un partido de futbol», escribe Rifkin.
Cuando las noticias llegaron al alto mando de la retaguardia, los generales no vieron los hechos con buenos ojos, Temiendo que esta tregua pudiera minar la moral militar, enseguida tomaron medidas para meter en vereda a sus tropas.
Conciencia global
Durante casi mil setecientos años, en Occidente se nos ha hecho creer que los seres humanos somos como «máquinas de calcular»: solo buscamos el mayor beneficio económico. Teoría de elección racional. Rifkin describe la multitud de experimentos en psicología y neurociencia que han puesto de manifiesto que los seres humanos somos empáticos y sociales. El comportamiento de los soldados en Flandes en 2014 puso de manifiesto la empatía y sociabilidad que caracteriza al ser humano, el comportamiento de los soldados fue, en pocas palabras, algo muy humano.
El libro de donde he extraído lo que acabo de contar, se titula La civilización empática. La carrera hacia una conciencia global en un mundo en crisis. En la introducción, Rifkin confiesa creer que nos hallamos en una transición importantísima. «La edad de la razón está siendo eclipsada por la edad de la empatía». Según él, quizá la cuestión más importante a la que se enfrenta la humanidad es si podemos lograr la empatía global a tiempo para salvar la Tierra y evitar el derrumbe de la civilización.
Son los miembros de la Organización de Naciones Unidas los únicos que practican una cultura de paz a través de una empatía global única, que, en estos momentos, trabaja para dejar a las generaciones venideras un mundo en el que puedan vivir. A eso se refiere la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Carmen Alborch, doctora en Derecho Mercantil, ha sido Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia, Directora del Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) y ministra de Cultura del gobierno de España entre 1993 y 1996, además de diversas obras especializadas con el Derecho Mercantil, es autora de diversos ensayos que han alcanzado un éxito editorial sin precedentes. Ahora me voy a referir a un libro titulado Libres, Ciudadanas del mundo, en el que habla de nueve mujeres que califica de «ciudadanas del mundo», que, escribe Carmen Alborch, con sus convicciones y deberes, han contribuido a la creación de un nuevo modelo de sociedad.
Contabilizar el terror
Una de esas mujeres es Marilyn Waring, economista neozelandesa, que no está de acuerdo con el vigente sistema económico y se pregunta ¿Cómo contabilizar el terror de una niña frente a las bombas? ¿Cuánto vale un soldado obligado a combatir? ¿Cuánto vale la pierna mutilada de un joven? Ni las mujeres, ni los niños, ni el medio ambiente ni la vida humana cuentan en la economía mundial. Simplemente, son los llamados «daños colaterales».
En relación con la guerra, Waring señala que las estadísticas sugieren que el armamento actual –el libro está escrito en 2004- sería suficiente para matar doce veces a cada individuo del planeta; la cuestión es risible, ya que bastaría dividir por doce el gasto armamentístico para asegurar la perfecta destrucción de la Humanidad.
La incompetencia llega al extremo de que los gobernantes han empleado setecientos millones de dólares por individuo –para matarlo- pero su inversión para que viva es infinitamente menor. Y añade: «En ningún lugar se contabiliza la muerte, la pobreza, la pérdida de los hogares, los refugiados, las fuentes de alimentos destruidas ni un medio ambiente cada vez más frágil». Ni las mujeres, ni los niños, ni el medio ambiente ni la vida humana cuentan en ese modelo de economía.
Escribe Carmen Alborch: «En estos ejemplos estamos siguiendo el planteamiento inicial de Marilyn Waring en los casos en que existe una contradicción entre los beneficios que se obtienen y el valor de lo que se destruye».
Según indica la autora del libro que estoy comentando, Marilyn Waring distingue dos referencias principales: la primera acude al término «valor» en términos morales; la segunda remite al «valor económico o monetario». Desde Adam Smith, el «valor» se mide, se estima y se contabiliza, y el mercado es lo que concede valor a los productos o a los servicios.
Según la economista neozelandesa, la proposición de Adam Smith es la que ha subsistido durante los últimos tres siglos en el seno de la disciplina económica. «Puesto que la estática vida de un roble o el deambular de un lince no supone transacción económica alguna, su “valor” es nulo».
«Las contabilidades nacionales reproducen sistemas que guardan relación con el mercado. Por ejemplo, pueden contabilizarse las pérdidas por un vertido químico, se estiman los daños en las empresas y particulares y se calcula lo que se deja de producir (pérdidas). Sin embargo, no se contabilizan los espacios verdes, ni se evalúa la cantidad de oxígeno que produce un bosque, ni se valora el potencial ecológico de determinadas especies, etcétera….