Después de meses eternos de lluvia, abre, al fin, el día. Todo aparece recubierto de verde. Cada día, a pesar de la primavera –esa tozuda forma en que la vida se recrea-, el verde militar se estampa y se multiplica en lugares inverosímiles, rincones ganados para la causa. Un pantalón para un bebé de 3 meses, un vestido de verano de una boutique, botellas de agua, mochilas escolares, paraguas, botas de soldado, mascarillas. Cada día, a pesar de las muertes, se recrea la guerra. Una moda que nos podemos permitir desde el privilegio de estar a salvo.
No hay nada como sentirse en casa. Porque el terrorismo es islámico, los gobiernos corruptos son rumanos o bolivianos, y las guerras tribales, africanas. Aquí, en cambio, tenemos derechos y obligaciones, que tiene que cumplir todo el mundo, faltaría más. Pero mejor se quedan en sus países y, si llegan a la frontera, si no entienden que la valla es alta y peligrosa para no saltarla, movemos la frontera un poquito más para allá, que el rey de Marruecos es un majo.
Banalizar la guerra, coquetear con ella, performarte en militar de barrio. ¿Un ejercicio ímprobo de olvido? O seguramente ni eso, algo menos esforzado, de no mojarse. Nada que olvidar, porque habitamos cuerpos y territorios sin memoria, que no conocen los dolores del pasado ni su fuerza para explicarnos el presente. Un presente que borraremos con enorme facilidad, porque nunca pasaron por nuestros ojos y sentidos más datos, más imágenes al día, ni hubo tantas huellas del cotidiano. Ahí va uno: en 2020, Instagram contaba con más de 500 millones de cuentas activas al día. Siempre me pareció difícil olvidar los significados, borrar la memoria colectiva, las raíces que nos emocionan y conmocionan. Ahora será más fácil. Los enterraremos en datos; la mayoría, falsos, por cierto. Pervertiremos las huellas con avalanchas de huellas, hasta dejar sin ADN la tierra que pisamos. Antes de empezar a recordar, ya habremos olvidado.
Nos cruzamos en las aceras estrechas, cubiertas ya por completo de verde. Bajar a por el pan como si fueras de caza. Algún marine, omnipresente en las comuniones. Ir de paseo con tu hijo de 7 años, que, como un francotirador, de camuflaje y pistola, apunta a las cabezas desde arriba de un banco. Adolescentes ataviadas con ropa de maniobras y combate –porque no dejamos de ser tropa, carne de cañón-, listas para el desfile del viernes por la tarde. Me inquieto con tanta estética marcial. ¿Qué tan lejos nos hemos ido de los lugares y las vidas donde persiste la guerra para mostrarnos, sin pudor, tan bélicamente?
No vemos la guerra cuando el espejo nos devuelve una mascarilla de camuflaje. ¿Cómo vamos a verla? Una sociedad negacionista de la guerra, que no la hemos visto en los cascos azules que iban a instaurar la paz, ni en la violencia que encierran nuestras baterías. Que tampoco nos huele a muerte el crecimiento económico, infecto de industria armamentística (es el 7,8% del PIB industrial español). Que no reconocemos la guerra en los rostros de quienes vienen huyendo, a quienes no solo les negamos el asilo y una opción de vida, sino su vivencia.
«Más de 30 millones de niñas y niños de todo el mundo han sido víctimas de desplazamientos forzosos a causa de la violencia y la guerra», según Unicef. Conflictos de hoy que no son actualidad. Guerras silenciadas, olvidadas. Siria, Myanmar, Camerún, el Sáhara, Colombia, el Sahel, Yemen, Palestina…
Suena lógico desear la paz en tiempos de guerra, no al revés. La Paz. Un lugar donde respirar calma, ser quien eres, con un buen climatizador de derechos, escuchar el viento. Aparece un anuncio de un resort hondureño en mi pantalla cobaltosa. Es otro planeta para la mayoría del planeta.
Un in crescendo satura mis oídos. Se instala en el aire un ruido belicoso, que pasa por encima de cualquier atisbo de diálogo social, más aún en tiempos de casas trincheras y sensibilidades pandémicas. Evocar la guerra, enunciarla con nuestros cuerpos, en nuestras relaciones, dejarla campar libremente como una épica que nos une.