Tribu. Del lat. tribus. Según la RAE:
«Grupo social primitivo de un mismo origen, real o supuesto, cuyos miembros suelen tener en común usos y costumbres»
Llego a casa, abro el frigorífico y cojo una cerveza. La destapo. Primer trago. Suspiro.
Llego a casa después de estar como voluntaria atendiendo llamadas telefónicas de personas que se encuentran solas afrontando la crisis del COVID-19. A pesar de las redes vecinales creadas y por muchas políticas sociales que nos vendan, tenemos a personas que se sienten solas en una marabunta de más de 47.100.000 habitantes en el territorio español. Y empleo la primera persona del plural, tenemos, porque son parte nuestra, porque somos. Porque el lenguaje y las formas verbales importan. No escribo «hay 13.334.573 personas en situación de riesgo», como si estuvieran en una isla lejana y nos fueran ajenas. No. Esas 13.334.573 personas son nuestras vecinas, son parte nuestra, pero nos comportamos como si no fuéramos parte del mismo engranaje: les seguimos fallando como tribu.
Hoy este trago de cerveza lo siento como necesidad vital. La última llamada me ha removido y me ha hecho temblar, viajar en el tiempo, en la distancia y dolerme en las entrañas. Al otro lado del teléfono escucho la voz de una mujer, con un andalú que acaricia el alma.
Mujer. Andaluza. Rural. Cuidadora. Sola.
Me comparte los días pasados, como se vanagloriaba de ser el rayo de luz por el pueblo, esa alegría que salía nada más despuntar el alba, que salpimentaba las comidas para su prole y que pasaba las horas en la calle, de cháchara y tomando el fresco con las vecinas. Sin embargo, este relámpago con voz fuerte, intensa, contempló como sus días se desmigajaban: su marido enfermó y ella, siguiendo los mandatos sociales, supo cuál era su función. Desde ese momento fue la Estrella del Sur, inseparable guía, de esa persona replegada en casa. De esta manera se convirtió en sus brazos, sus piernas, sus ojos, sus ganas de vivir… pero en ese sus se fue dejando jirones de ella misma. La Estrella del Sur, de tanto acompañar y guiar, fue perdiendo su Norte, se desdibujó siendo la sombra de la otra persona.
A esta historia personal (¿personal? ¿cuánto de personal/individual hay en una situación compartida por tantas y tantas mujeres?) se atraviesa una circunstancia histórica: el COVID-19 llega al pueblo. Nuestra fuerte mujer se resigna, sigue en su encierro, acompaña y cuida. 24 horas, 7 días a la semana. Pasan así los días, sin saborearlos, mientras que los meses resbalan entre los surcos del mantel.
Comenzamos con la desescalada: la primavera comienza a brotar, también en la calle y en el pueblo, pero no para nuestra vecina. Ella continúa en casa, sin más apoyo que ella misma. Las redes vecinales desaparecen, cada una está ya en lo suyo, cada una vuelve a su día a día, a sus rutinas, a su familia, sin volver la mirada a la vecina que no se une a los paseos de las 19.
Nosotras vamos reincorporándonos a esa normalidad que dejamos en stand by cuatro meses atrás, pero… ¿qué pasa con esas vecinas a las que no vemos? No socializamos los cuidados, no socializamos los dolores. Como nuestra andaluza afirmaba: «esta es la cruz que me ha tocado, es mi cruz». Y con su cruz a solas la dejamos. Siempre podremos comentar en el corrillo del super:
– «¿Y es que no tiene familia?»
– «Sí, tiene un hijo en el pueblo de al lao, pero menudo pieza está hecho».
– «Pues su nuera lleva a los críos al colegio del pueblo, pero ya ni pasa a ver a los abuelos».
– «Claro, como ya no va la abuela a hacerles la comida..».
– «Na‘, si necesita algo ya saldrá a decirnos»
Y volvemos a responsabilizar a nuestra mujer, con su cruz, por no salir a gritarnos que la ayudemos, por no exponer su dolor en medio de la calle del barrio como si fuera el mercadillo de los jueves donde todas nos acercamos a mirar, a toquetear y manosear, pero donde ninguna de nosotras compraremos ni un kilo de tomates. No necesitamos más dolores que los propios. No queremos más cruces que las consanguíneas.
Quizá esta tarde me puede la utopía, el pensar y sentir que somos capaces de construir de otra manera, que vamos a tocar a la puerta de nuestra compañera, que ella nos dejará entrar y compartirá lo que le araña las entrañas, que entre arrullos caseros, silencios, lloros y abrazos le haremos sentir que no está sola, que no nos quedaremos en la palabra, sino que nos remangaremos y entraremos de lleno a compartir quehaceres, que compartiremos ese dolor y esos cuidados.
Quizá me pueda la utopía,
o será que me estoy terminando la cerveza y comienzo a divagar,
o, sencillamente, será que mi miedo a ser una mujer, sola, en un territorio con vecinas, pero sin tribu, me haya atravesado la piel esta tarde, cosiéndome a la compañera sevillana.
Sea lo que fuere, mientras voy a por la segunda cerveza, voy repitiéndome: vamos a arroparte, compañera, tu tribu ya está aquí.
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