Todavía tenía yo la edad de imitar su propuesta, cuando el bluesman John Mayall publicó en 1971, en su disco Memories, una bella canción titulada Home in a tree: «Cuando era pequeño siempre jugaba en los árboles./ Por eso me construí una cabaña protegida por las hojas./ La primera era de sacos y madera». Me gusta mucho Mayall y yo creo que, entre otras cosas, se debe a que ambos entendíamos el sueño de vivir en una choza en un árbol. Como si hubiese una especie de llamada, de vocación hacia lo precario en nuestras vidas sedentarias. El libro de Tiberghien[1]Gilles A. Tiberghien: Notas sobre la cabaña. Edición de Federico L. Silvestre. Biblioteca Nueva (Colección Paisaje y Teoría), Madrid, 2017., que es un especialista en Art Land y paisajismo suministra suficientes pistas sobre lo que podríamos describir como una ontología de la cabaña, sin la que no podría comprenderse la potencia antropológica de esa llamada, y que excede con mucho la exquisita seducción cultural de ese cabañismo que se opone a la cultura, aunque sea desde dentro de ella o en sus márgenes. Esa seducción es la que recogen otros libros como el de la exposición proyectada por Eduardo Outeiro Ferreño y comisariada por Alfredo Olmedo y Alberto Ruiz de Samaniego[2]V.V.A.A.: Cabañas para pensar. Maia, Madrid, 2015..
En efecto, la cabaña se ha convertido en un fuerte reclamo del más refinado gusto estético, dando por hecho que en ella hay toda una puesta en escena aunque disimulada por cierto toque de improvisación. Un ejemplo característico de este análisis de la puesta en escena lo tenemos en el minucioso estudio de Sharr, dedicado a la Hutte de Martin Heidegger en Todnauberg[3]Adam Sharr: La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar. Gustavo Gili, Barcelona, 2008. Podríamos multiplicar los ejemplos de pensadores, músicos y escritores que eligieron en algún momento la potencia creativa de la soledad, pero me temo que si nos limitamos a esa perspectiva perdemos de vista el hecho de que hay millones de seres humanos que viven en cabañas, sin que eso sea una decisión en absoluto, aunque una descripción de dicho modo de vida, más allá de esas decisiones singulares sirva sin embargo para explicarlas.
Sea como fuere, la cabaña posee aun una fuerza vernácula en Estados Unidos. De tal manera que Walden o la vida en los bosques, por ejemplo, es una reflexión del significado de Walden no menos que del sentido de la vida, aunque en nada piensa uno menos que en la vida en general, sino en la vida concreta, cuando vive en un lago y tiene que construir una chimenea para el invierno. La vida no se dice, no se menciona, sino que se muestra. Por eso el libro de Thoreau no es filosofía aunque esté cerca de ella[4]Stanley Cavell: Los sentidos de Walden. Pre- Textos, Valencia, 2011.. No es casualidad que el filósofo Cavell, tan influido por la segunda singladura en el pensamiento de Wittgenstein, sea a la vez un intérprete privilegiado de la aportación de Thoreau a la conciencia americana. Pues Wittgenstein mismo construirá una cabaña cerca de Skjolden (Noruega), junto y por encima de un lago -ahora mismo sólo quedan las ruinas de ella- de tal manera que, para acceder a ella y debido a la escarpadura de la ribera, era preciso atravesar el lago en barca, igual que se necesita de una barca para arribar siempre a otro mundo, ya sea la de Caronte, la de la plegaria, la de la ascesis (como una muerte en vida) o la de determinadas drogas que por eso se llaman enteógenas. Las notas de la cabaña de Wittgenstein no poseen connotación mística alguna, pero la operación que supone ella misma en el paisaje tiene algo de pase chamánico. En definitiva, se trata de morir a un mundo para alcanzar la vida auténtica en la otra orilla. En ese espacio que se caracteriza por la redondez de lo íntimo, una que según Victoria Cirlot encontramos en la choza del eremita no menos que en el templo. Lo íntimo no es lo interior o, si se quiere, es una soledad habitada; una soledad con Dios[5]Victoria Cirlot: «Construyendo la cabaña», en Cirlot y Garín eds.: El monasterio interior. Fragmenta, Barcelona, 2017..
Cuando hablamos de lo precario no hablamos de un accidente, sino de algo sustancial. Puesto que la cabaña, como delineará con precisión Tiberghien, es el espacio de lo inestable por excelencia. Para empezar no es exterior ni interior sino que se exterioriza desde dentro o es un exterior paisajístico, un observatorio diría Thoreau, que se repliega o invagina. Por eso Federico Silvestre recurre en la presentación del texto al término «éxtimo», que toma prestado de la topología psicoanalítica de Jacques Lacan[6]Federico L. Silvestre: «Paradójica «extimidad» de la cabaña», en Gilles A. Tiberguien: Notas sobre la cabaña. Biblioteca Nueva, Madrid, 2017, pags. 9-14.. Aunque a nosotros nos basta, y con un gesto inequívocamente más clásico, con la noción de intimidad. En efecto, en la cabaña uno se hace consciente de la nuda vida, de eso que se muestra dada la inutilidad de decirlo, y que Agustín de Hipona ya interpretará como la piel o la superficie de contacto de los acontecimientos, de los otros en su más radical menesterosidad o del Otro: Deus est interior intimo meo. También el alma, a lo que parece, es un espacio acotado y a la vez desbordado por el afuera. El alma es en cierto modo una caverna, un espelunco, como diría Agustín siguiendo a Platón. O una cabaña, y esto, almarse, hacerse o armarse con un alma, es a lo que nos llaman la finitud y lo precario.
Pero también decimos que la cabaña es lo precario, que es hábitat y no casa, porque no está vinculada a un territorio. El hábitat se desplaza, es la tienda del nómada o el tipi del indígena americano. Por eso hay algo de escenificación, de dramatización del origen, en el esfuerzo de Martin Heidegger por rodear la cabaña de Todnauberg. Porque la autenticidad no posee una radicación genuina, ella misma está erradicada. Puede que esta fortísima densificación de la idea del origen fuese lo que resultase insoportable para el poeta franco rumano Paul Celan. Tal vez por ello no atravesó el umbral; su alma superviviente, nómada de sí misma, chocó de inmediato, como un laúd suspendido, con esta representación de lo bien asentado en el humus fértil de la tierra y en la estrella celeste de la pila del lavadero. Expulsado de todas partes se sentiría no menos expulsado por la omnipresencia cotidiana del Geviert o la cuaternidad heideggeriana.
La cabaña es cualquier cosa menos sólida, se construye, como lo hace un alma, con toda suerte de materiales heteróclitos, con detritus, recuerdos, deshechos de casas. En este sentido es de agradecer que Tiberghien se haya aproximado al mundo de las chabolas, a los poblados de cabañas que rodean el perímetro de las ciudades. Porque la chabola está en la periferia de lo social, se construye con lo que la ciudad misma expulsa como un descarte o deshecho. El chabolista es por dentro como su hábitat, frágil y provisional. Construir una cabaña no consiste en fundar nada, sino más bien en deconstruir lo fundado. Los poblados, las favelas, son el metabolismo, la incesante digestión de lo urbano. La cabaña es el cuerpo que somos mientras que la casa es el cuerpo que tenemos. En esto, y no en una problemática vuelta atrás edénica, estriba la autenticidad de la vida auténtica. Movediza y efímera, la cabaña no deja de levantarse, de modificarse, de ampliarse. De hecho, la cabaña o la chabola tiene su propio jardín, su propio parque de acumulaciones en que el que resulta a menudo imposible distinguir entre el adentro y el afuero, según esta continua indagación, rebusca o exploración metabólicas. Pero, al mismo tiempo, y como quien confirma que existe la dialéctica porque tenemos piel y nos podemos herir, acariciar, nada es más de dentro que la casa. De ahí que ese espacio que es tuyo, ese espacio que tú eres como centro de individuación, se llame el «chabolo», igual que la celda en un espacio tan ajeno a la vida privada como una cárcel. El chabolo es esa parte también de la casa en la que uno hace su vidilla, rodeado de objetos agalma, escapados a la lógica del mercado y que no poseen otro valor que el así llamado sentimental. De acuerdo con Winnicott se puede comprender el de la cabaña como un espacio transicional, y por eso los niños poseen semejante adhesión a sus cabañas o nichos domésticos, en los que prospera un orden invisible y a menudo desesperante para los adultos. Por eso habla Tiberghien de una especie de arquitectura entrópica[7]Tiberghien, pág. 75., entre lo cerrado y lo abierto, entre lo afuera y lo abierto. Porque en esa precariedad inestable es en la que se producen los intercambios, los préstamos o robos, los flujos. Por eso la cabaña es el espacio crítico de lo social, allá donde la ciudad pierde su casto y tranquilizador nombre.
Esa piel peligrosa de lo regulado y de la norma, que es nada menos que el proceso de individuación, susceptible de todo tipo de contaminaciones salvajes, posee escenarios específicos en la narrativa y el imaginario americanos. Desde el género del cine de horror que, con justicia, se denomina cabin fever, fiebre de cabaña, hasta la cabaña del terrorista solitario Unabomber, cuya cabina fue desmontada y conducida entera a la sala de tribunal, como prueba incriminatoria que en ese contexto de aislamiento era imposible incubar nada aceptable para el orden social. Es verdad que el día que la cabaña de Unabomber fue registrada como prueba pudimos certificar con absoluta seguridad que Rousseau había muerto, y con ello se le había dado un buen tajo al mismo sueño americano. La crónica de esa defunción es núcleo argumental de Leviatán, una de las mejores novelas de Paul Auster, quien no es en absoluto poco proclive a facturar obras maestras. En cualquier caso, y si alguien quiere continuar esta reflexión por el terreno de la narrativa, quien ha convertido el tema de la imposibilidad de la cabaña en un aspecto central de su obra, es David Vann. Al menos en sus tres primeros títulos, Leyenda de un suicidio (traducida aquí en 2014), Caribou Island (2011) y Tierra (2012). Nada hay menos seguro que una cabaña para protegernos de la locura, de la melancolía y de la violencia. El eremita necesita también su cenobio. De ahí también que se buscasen lugares elevados, incluso inexpugnables, como los monasterios enclavados en los picos de Meteora. Porque la soledad de la que habla Yann es pura exterioridad arrasada, no hay espesor alguno ni intimidad. Ningún Dios con el que conversar, salvo ese optativo y sin desafío característico de ciertas caricaturas del budismo de la nueva era (sobre todo en Tierra), sin religación o anudamiento con respecto a la violencia o la sexualidad más elemental. A veces se trata de cabañas mal construidas, de cabañas fallidas. No siempre hemos podido hacernos con un alma.
La llamada, la vocación de la cabaña, es interminable. Cuanto más poderoso es el vínculo social, el micro orden social, tanto mayor es el deseo de ponerse al margen, de situar entre la maldición de lo urbano y yo la gloria de la individuación y, a la vez, del acatamiento. De hecho, no sabemos si es un castigo o un premio lo que Yahvé pone en boca de Jeremías a propósito de los moabitas: «Abandonad las ciudades, acomodaos en las peñas, habitantes de Moab, imitad a las palomas que anidan en las grietas de los cantiles» (Jr 48, 28).
Título: Notas sobre la cabaña |
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Referencias
↑1 | Gilles A. Tiberghien: Notas sobre la cabaña. Edición de Federico L. Silvestre. Biblioteca Nueva (Colección Paisaje y Teoría), Madrid, 2017. |
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↑2 | V.V.A.A.: Cabañas para pensar. Maia, Madrid, 2015. |
↑3 | Adam Sharr: La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar. Gustavo Gili, Barcelona, 2008 |
↑4 | Stanley Cavell: Los sentidos de Walden. Pre- Textos, Valencia, 2011. |
↑5 | Victoria Cirlot: «Construyendo la cabaña», en Cirlot y Garín eds.: El monasterio interior. Fragmenta, Barcelona, 2017. |
↑6 | Federico L. Silvestre: «Paradójica «extimidad» de la cabaña», en Gilles A. Tiberguien: Notas sobre la cabaña. Biblioteca Nueva, Madrid, 2017, pags. 9-14. |
↑7 | Tiberghien, pág. 75. |