—Sí, claro que soy su esposa. El hombre del chaquetón de cuero relajó la presión de los dedos sobre la metralleta, asintió y salió de la cantina de oficiales sin quedar convencido de que la elegante dama rubia estuviese realmente casada con aquel individuo de mirada huidiza y uniforme mal ajustado. Ella retiró la mano que había posado sobre la muñeca temblorosa de él y, al hacerlo, quedaron a la vista las cifras tatuadas. —Gracias, —tartamudeó—. Me ha salvado la vida, Frau… —Mengele, Irene Mengele. No me dé las gracias, amigo. Acompáñeme al laboratorio y le presentaré a mi marido. El verdadero —sonrió—. Estará encantado de saludarle.
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